Era tan bello, que cuando lo tuve cerca, me perdí en la amplitud de su sonrisa, en la blancura de su ser, en la perfección de sus formas, en el café de sus ojos.
Despedía un halo misterioso, pero angelical, inaccesible a primera vista. Su mirada se perdió cuando se encontró con la mía, verde, etérea y eterna como los mitos de las ninfas, danzando en un encantamiento lunar. No supo qué hacer. Nadie lo había visto de esa forma antes.
Se supo desnudo, desarmado, vulnerable. Creyó haber caído en un subidón desconocido, algo mágico, algo con lo que no podía luchar, una fuerza que lo empujó a entregarse por completo y sin pensarlo dos veces. Se acercó poseído por Venus, me robó el aliento y sentí el temblor de su cuerpo entero, le fallaron las rodillas, y quedó a mis pies, sedado, sediento y hambriento. Su boca buscó inmediatamente mi vientre y su lengua se acercó a mi piel blanca y ardiente, hipnotizado por el momento sublime, exhaló un suspiro de felicidad, sus ojos brillaron aún más y sus manos se tornaron seda en mi cuerpo, y su lengua se volvió tan ligera como una pluma, quisquillosa, traviesa, sutil.
Sus gemidos eran música para mis oídos, nuestros cuerpos se movían y sentíamos estar en constante levitación, una fuerza extraña y profunda nos mantenía unidos, como una sola entidad, sudando nuestros temores por los poros y exorcizando la timidez y la soledad en cada movimiento.
Para Cronos fue un suspiro en la línea de tiempo, para nosotros, una eternidad suspendida que abrió puertas y extendió puentes entre dos pieles, fue el Kairós casi imperceptible de dos fuerzas poderosas que se encuentran a través de los tiempos, sin memoria, sin espacio y sin límites.